Estrategias (de andar por casa) para superar miedos (superfluos)

Soy una persona con defectos y virtudes, y entre los primeros, tengo que reconocer uno: he leído a Paulo Coelho. Qué se le va a hacer, una no puede ser perfecta por más que se empeñe. La cuestión es que en Brida una de sus frases me dejó huella y creo que es universal: Cuántas cosas perdí (perdemos) por miedo a perder. Buscando certidumbre y seguridad, o más bien por puro miedo, dejamos de hacer muchas cosas u ocultamos otras, y tan triste es lo uno como lo otro, porque lo primero supone una renuncia a vivir, y lo segundo, supone vivir nuestras decisiones a medias.

Sin embargo, en ocasiones somos capaces de crecernos ante el miedo, ese velo que no nos deja ver los colores del arcoiris (Coelho dixit, no lo puedo evitar), logrando así apartarlo con triquiñuelas más o menos elaboradas. Estos días le he estado dando vueltas, y he aquí mi pequeña relación de estrategias de andar por casa para superar miedos más o menos superfluos o infundados. Estoy segura de que muchas os sonarán.

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Ya cuando era pequeña hice frente al miedo y busqué formas de sortearlo, de sobrevivir a él. Al monstruo de debajo de la cama lo combatía debajo de las sábanas y subiendo a la cama de un triple salto mortal para evitar que me cogiera de los tobillos.

En el colegio, cuando un amigo pedía comer de mi bocadillo me echaba a temblar. Esto siempre ocurría el día que llevaba pan con chocolate o un delicioso preñao con chorizo. El día que llevas mortadela nadie te envidia. Ante el miedo a que el bocado fuese más propio del Monstruo de las Galletas que de un niño en edad escolar, desarrollé la siguiente estrategia: delimitar con los dedos el tro-ci-to de bocata que estaba dispuesta a donar.

Durante la adolescencia, con la llegada del verano tenía un problemilla con los pelos de las ingles. Resulta que no se me ocurrió pedir a mi madre que me llevara a una esteticista a que me dejara apañada. (Ya, ya, asumo que por aquel entonces tenía poco recorrido, quiero decir, menos que ahora). La cuestión es que me depilaba a las bravas con una cuchilla, y claro, pasadas las semanas, aquello parecía el escenario de la matanza de Texas: todo lleno de granitos, pelos enquistados y/o rebeldes…

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En fin. Ante eso, desarrollé un miedo lógico a quedarme en bikini, así que no me quitaba los shorts ni muerta. A la pregunta, “¿pero no tienes calor”, yo respondía “nooooo, no tengo calooor”, así una y otra vez. De forma inevitable, llegaba un momento en que el sudor hablaba por mí y ante ese miedo, y ante ese problema, desarrollé la siguiente estrategia: correr hacia el mar y salir de él con las manitas tapando las ingles y lanzarme a la toalla en modo croqueta. Eso sí, sin abandonar mi pose de sirena. El más difícil todavía, oigan.

Con el paso del tiempo, la tecnología ha inundado nuestras vidas y ha dado lugar a la aparición de los miedos tecnológicos. En la mía también, a pesar de no ser una persona especialmente techy, o precisamente por eso.

¿Quién no ha sentido un miedo irracional cuando, ay inocente, dejas el móvil a un amigo o a tu madre o a quién sea para que vea una foto y observas ho-rro-ri-za-da como su dedo se desliza amenazante hacia los lados buscando VER MÁS FOTOS en tu galería? (pss, un amigo me ha chivado que eso se llama “hacer scroll”)? Y tú mientras eso ocurre estás repasando mentalmente las fotos que hiciste o te mandaron por esas fechas. Que puede que no tengas nada comprometido, pero aun así, el miedo no te lo quitas del cuerpo.

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Frente a eso, mi estrategia es la siguiente: si quiero enseñar una foto, mi móvil no va de mano en mano, sino que soy yo la que se desplaza y se apoya en cada hombro ajeno.

Y hablando de mis curiosidades, ya os he dicho que tengo la piel delicada, lo he explicado al hablar de mis ingles. La cuestión es que aunque me eche protector solar SFP 50 o incluso de “pantalla total”, me salen pecas (psee) y manchas (mal) en la cara en verano, sobre todo en la frente. Me llegó a dar miedo sentir el sol rozando mi piel. Problemón, porque el maldito tiene la costumbre de salir todos los días. Así que ante el miedo al sol, flequillo estratégico. Y muerto el pez, se acabó la rabia.

Una de rarezas: como una especie de rutina atávica, las cosas que me gustan las compro siempre de dos en dos: una para “ya” y otra para “por si / después / mientras”. Me da miedo quedarme sin ellas: la pechuga de pavo, la leche de almendra y el chocolate son claros ejemplos.

Algo que nadie sabe: soy madre. Tri-madre. Las madres estamos llenas de miedos infundados o irracionales. Es normal tener miedo a que nuestros hijos se lastimen o incluso se nos descalabren. Para superar ese miedo se ha creado la varita barrita mágica de árnica que todo lo cura, especialmente la ansiedad. Mi estrategia es clara: ¡yo con la barrita puedo ir con mis hijos a donde sea, somos invencibles! Por no hablar de las toallitas y todas las utilidades que tienen, eso sí que nos convierte en súper heroínas.

Y para acabar como empecé, es imposible no (contra)homenajear a Coelho citando está frase de El Alquimista: “Sólo una cosa vuelve un sueño imposible: el miedo a fracasar”. Frente a los miedos, infundados o no, solamente tenemos que crear estrategias para superarlos. Yo he puesto ejemplos superfluos, pero la vida se encarga de enseñarnos los más serios. Dejemos esa lección de vida para la vida misma, y en caso desperado, para los psicólogos.

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1 comentario

  1. Yo tengo miedo al miedo… afortunadamente para eso sí hay cura 🙂
    Un besazo y estupendo post, aunque, como te he dicho ya, mezcles accidentes con Coelhos, jajajajajajaja, qué sinrazón!

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