La historia de mi vida a través de mis fails capilares

Desempolvar los álbumes familiares resulta muchas veces un reto para la autoestima. Seguro que te verás más joven, puede que incluso más delgada, a todas luces más lozana… pero probablemente también más ridícula. Apostaría que en tu casa hay fotos que te gustaría quemar y que periódicamente regresan del baúl de los recuerdos para abochornarte con las pintas que lucías en los ochenta/noventa/dosmilypoco -porque eso de que “cualquier tiempo pasado fue mejor” está reñido con la moda-.

Si de ropa hablamos, podemos descargar parte de nuestra responsabilidad en la tiranía de la industria textil y el socorrido “era lo que se llevaba”, pero ¿y el pelo? ¿qué me dices de esos peinados? Ahí no hay justificación que valga. Mi foto-ridícula-de-cabecera lo es, precisamente, por las pintacas que me gastaba a mediados de los noventa en la boda de mi tío con mi recién estrenada permanente. Entre mi melena ondulada al viento y las hombreras, pareciera que Joey Tempest se hubiese colado en el bodorrio. Y lo peor es que no ha sido el único fail capilar que recuerde… 

fails capilares
Mira que “estilaso” moviendo mi melena

Ahora a los niños se les hacen un montón de fotos, pero hace cuarenta años no era algo tan habitual, así que las que había las tenemos más que vistas. Pasé de ser un precioso -dice mi madre- bebé cocoliso a… una infante diabólica de cara estirada y pelo relamido por una vaca, con una raya al medio kilométrica. Una imagen que me acompañó en las fichas y actos escolares de toooooodooo parvulitos. La señorita Rottenmeyer hecha niña. La primera vez que odie mi pelo, pero no la única.

Un pelazo que con doce años pasaba horas acicalando para que “el bollito” quedase impecable, ya fuese para ir al colegio, a una celebración familiar o a jugar un partido de baloncesto. Que ¿qué era “el bollito”? Pues algo indescriptible. La parte central del pelo, justo el que está sobre la frente, se enrollaba y ahuecaba como si llevase un rulo dentro, mientras que los laterales se fijaban con horquillas en el cogote, tan tirantes que creo que hasta las cejas podían elevarse con el rictus del Señor Spock. 

Eso fue justo entre el momento flequillo para tapar las espinillas y la etapa del tupé travoltino cardado, desafiando la gravedad gracias a toneladas de laca. ¿Laca? ¿De verdad? Mamá en qué estabas pensando dejándome usar laca a los catorce. Creo que ahí nació mi adición. Aquello cayó por su propio peso -nunca mejor dicho-, desafortunadamente, no antes de que quedasen numerosos testimonios gráficos. Por favor, si alguien lucía como yo en aquellos tiempos, que me haga llegar la instantánea para no sentirme tan ridícula.

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Ninguna de estas dos mozalbetas soy yo… peeeerooo, podría serlo

Mi vida por un flequillo

Los flequillos, ¡ay los flequillos! ¡cuánto han dado de sí! Llevar flequillo era la primera prueba fehaciente de que tenías control sobre tu vida. Los flequillos hacia un lado, los flequillos sobre la frente, los flequillos abiertos al medio y aquellos en los que se te iba la mano y acababas pareciendo un San Antonio. Ese momento épico en el que juntabas todo el pelo en el centro, a la altura de la nariz, como mandaban los tutoriales de la Super Pop y… ¡tijeretazo! A base de prueba-error aprendí que, al secarse, el pelo siempre “encogía” y lo que parecía muy largo acababa siendo demasiado corto. Y ahí, en medio y medio de la cara, pocas soluciones había ya de ocultar la perrera.

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Un poquito por aquí, un poquito por allá y… ¡ya parezco San Antón!

Dejando los flequillos de lado, a estas alturas ¿por dónde vamos ya? Por el instituto, ¿no? Nos acercamos al momento decisivo de esta historia y a esa permanente infame a la que mi madre accedió justo la misma mañana de la boda de mi tío. Recuerdo querer morir cuando entré en la iglesia con aquella permanente de pelo púbico en la cabeza. Fail total. Y con infinidad de fotos para no olvidarlo nunca jamás.

Aunque lamentablemente, y aún a sabiendas de que el resultado era siempre nefasto, repetí hasta en TRES ocasiones. Tres permanentes y ninguna satisfactoria. Esas ondas que ansío nunca podrán nacer de un bigudí. Y ¡venga a tropezar en la misma piedra! Hace un par de meses le sugerí a mi peluquero de confianza hacerme una pero, más cabal que yo, no me dejó. Al parecer, la industria peluquera ha avanzado terriblemente en los últimos años en todos los campos menos en el de los rizos. Ahí no hay nada que hacer. O la genética te dota con ellos o olvídate de lucir una cabellera ondulada con un mínimo de dignidad.

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¡Con estos rizos se nace, nena!

Tu peluquero, tu amigo

Y ya que hablamos del tema peluqueros, quiero recalcar aquí la importancia de encontrar a uno en quien realmente confíes. Tener un peluquero de mano es como tener un mecánico o un fontanero de confianza. Es la garantía de que te vas a ahorrar más de un disgusto. Yo tardé en conseguirlo, pero creo que ahora hemos formado un buen equipo. Yo pongo la cabeza, las ideas locas y él su arte con las tijeras y, sobre todo, el sentido común.

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Porque a diferencia de lo que abunda en el colectivo, mi peluquero es realista, precavido y nada proclive a los experimentos. ¡Ah! y oye bien y entiende todavía mejor el sistema métrico dactilar. Si le dices “corta las puntas, pero solo un par de dedos”, va y cortar exactamente eso, las puntas y un par de dedos, nada de someterte a la “rapa das bestas”.

Tenéis que reconocer que eso no es fácil de conseguir. Igual que es también un virtud que sea capaz de contradecirme en mis empecinamientos y tenga mayor memoria histórica respecto a mi cabello que yo misma (“¡Que no! ¡Que no te voy a dejar la oreja al aire, que después te quejas que se te dispara la oreja de soplillo y que tienes que salir en todas las fotos de lado!”. Y así, cada vez que me siento en aquel sillón articulado)

Trabajo me costó dar con él. Antes visité a otros especímenes. Una me convenció de que mi pelo de ratilla no valía para llevar melena y ¡hasta ahora! que con la crisis de los cuarenta quiero recuperar mi pelo-pantén al viento. Otra me convirtió en la señorita “no”, porque era sentarme ante el espejo e intentar echarme potingues y más potingues, tratamientos y más tratamientos que iban incrementando la cuenta hasta límites insoportables para cualquier bolsillo. A la buena mujer solo le faltaba cobrar el agua del aclarado. También pasé por las manos del peluquero-estrella, que me dejó divina de la muerte para mi boda, peeeerooo creció y creció como un pavo real hasta que el artista se comió al peluquero y su salón resultó demasiado selecto para usuarias de poca/ monta.

Benji, oliver y Nedved
Esos maridos a los que les gusta más “cuando te cortan el pelo como a Nedved -izquierda-, que cuando pareces Oliver -derecha-“… Esos maridos…

¿Qué paso en todo este tiempo? Pues cosas mejores y peores. En una etapa trasmuté en Pavel Nedved  y después en Oliver, el amigo de Benji -¿o era Benji, el amigo de Oliver?-. Tuve mi momento Isabel Gemio, que me hacía levantar pareciendo un puercoespín; y el “córtame el pelo como quieras pero que no me parezca a mi madre”. Una frase que en los últimos tiempos se volvió más genérica: “haz que no parezca una señora“.

Y en esas andamos, a vueltas con una melena imposible que va camino de convertise en el último de mis fails capilares pero que, cegada por mi crisis de los 40, me resisto a cortar porque, en algún lugar recóndito de mi cabeza, se ha instalado la idea de que me hace parecer más joven.

María L. Fernández

Soy María Fernández. Mujer, madre, amante, amiga y periodista en permanente propiedad conmutativa. No sé vivir sin contar historias. Las mías, las tuyas, las de los demás. Nunca sabrás si voy o vengo, pero cuando te hablo ten la seguridad de que lo hago de forma honesta, porque no sé hacerlo de otra manera.

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