Leí hace tiempo en relación con un estudio sobre hábitos en el consumo de alcohol que mientras que los encuestados eran capaces de cifrar de forma más o menos exacta su consumo de otras sustancias como el tabaco -cinco cigarros, media cajetilla, una cajetilla…-, cuando de alcohol se trataba, la respuesta más habitual a la pregunta “¿cuanto consume al día?” era “lo normal”. El problema radicaba en que “lo normal” era un término bastante ambiguo y variable en función de a quién se le hiciese la pregunta. “Lo normal” era tomarse una copa con los amigos cuando salía el fin de semana, pero también un vasito de vino en cada comida, o una caña todas las mañanas, o un vermut cada mediodía, varias cervezas al salir de trabajar, un whisky todas las noches o dos copas cada vez que se sentaban a la mesa.
El concepto de “lo normal” es una de las grandes patrañas de nuestra sociedad. “Lo normal” nos unifica, nos coloca a uno u otro lado de la línea. “Lo normal” nos reconcilia con el mundo, nos hace formar parte de la manada. “Lo normal” aglutina a los rectos, a los que cumplen el canon; y señala a los “anormales” a los desviados. ¿Y si en vez de hablar de alcohol lo hacemos de sexo? ¿qué entendemos por normal? y, sobre todo ¿por qué miramos con tan malos ojos aquellas prácticas que se escapan de nuestra normalidad? ¿padeceremos alguna disfunción por no cumplir con los preceptos de lo que consideramos normalidad sexual?
Doctor, ¿soy normal?
La sexologa Martina González Veiga, de la que espero contaros muchas cosas próximamente, explicaba en una de sus conferencias que muchas de las mujeres que acudían a su consulta le preguntaban si sufrían alguna disfunción por alcanzar el orgasmo solo a través de la estimulación del clítoris y no en el contexto de la penetración vaginal. Una cuestión a la que ella respondía tajante que lo único disfuncional en ellas era la educación sexual que habían recibido.
Y es que, lo queramos o no, en materia de sexo, como en prácticamente todos los ámbitos de nuestra vida, somos en buena medida resultado de nuestro acerbo social y cultural, de esa una mochila de creencias y pautas que modelan nuestros deseos y determinan nuestra conducta.
Curtida igualmente en mil preguntas de ese tipo acerca de la idoneidad o conveniencia de una u otra práctica, Odette Freundlich, directora del Centro Miintimidad y kinesióloga especialista en rehabilitación Pelviperineal y Sexualidad afina más la cuestión de “la normalidad” vinculándola a criterios estadísticos, socioculturales, legales, religiosos, educacionales, culturales, anatómicos, históricos…
Si nos fiamos del primero, lo normal sería lo que hace la mayoría; si evaluamos el segundo, lo que aconseja la sociedad en la que vivimos; si vamos más allá hablaremos de prácticas legales en según qué momento histórico o lugar; o de conductas erráticas con un trasfondo religioso detrás… No tenemos más que pensar lo pecaminoso que hay en la masturbación para algunas religiones; la tolerancia y aceptación social respecto a la sodomía en según qué culturas y momentos históricos; la catalogación que hasta 1973 hacía el Manual Diagnóstico y Estadístico de los Trastornos Mentales (DSM) de la homosexualidad como una conducta “desviada” o, precisamente, la consideración de delito que pesa sobre las prácticas homosexuales en algunos países.
Demasiados prismas desde los que abrir un inmenso abanico de posibilidades. ¿Quizás en vez de preguntar si una conducta es normal deberíamos cuestionarnos si es adecuada?
¿Qué entender por “normalidad sexual?
Si cambiamos la palabra normal por adecuada la cuestión parece trasladarse desde términos absolutos y abstractos a un contexto mucho más relativo y próximo, en definitiva, a la experiencia sexual en el día a día. Como cualquier otra emoción, la sexualidad se vive de una forma personal e intransferible, me atrevería a decir que única en cada manifestación. Un acto individual o compartido en su ejecución pero íntimo en su experimentación.
Si preguntamos ¿adecuado para quién? La respuesta es evidente: para uno mismo o, a lo sumo, para uno mismo y su pareja. No importa si es normal, sino si es adecuado, si nos satisface, si nos divierte que, en definitiva, es el objetivo del placer.
No se me entienda mal, no abogo aquí por el todo vale, ni mucho menos. En el sexo no vale todo. Los límites los impone la satisfacción, el disfrute y el respeto hacia quien comparte con nosotros la experiencia. Por eso, cualquier relación sexual ha de ser voluntaria entre las partes implicadas, fruto de un acuerdo y no poner en peligro la integridad física de ninguna de ellas. Pero, sobre estas bases, nuestra mente debería desnudarse más rápido que nuestro cuerpo de todos los prejuicios. Si te gusta, ¿por qué no va a ser normal?
Prejuicios y tabúes
Sería bonito afirmar que el sexo está ya libre de tabúes, pero no es así. Sobre él ya no cae el pesado velo de antaño, pero sigue siendo un ámbito plagado de prejuicios, mitos y barreras físicas y mentales. Formamos parte de una de las primeras generaciones que gozan de una teórica libertad sexual pero, sin embargo, no estamos para nada libres de ataduras morales y sociales, de hipocresía.
Un estudio de la psicóloga de la Univesidad de Ohio Terri Fisher publicado en la revista Sex Roles acerca del cumplimiento de las expectativas sociales respecto al sexo -podéis leer más sobre el tema en La mente es maravillosa– revelaba como hombres y mujeres tergiversaban sus respuestas para que estas se moviesen en parámetros socialmente aceptables o esperados.
El número de encuentros sexuales -los hombres exageran los suyos como síntoma de virilidad, las mujeres los ocultan para no parecer promiscuas-, el consumo de pornografía -de nuevo con una clara asignación de roles de género-, los fetichismos, el intercambio de parejas, las prácticas BDSM –boundage, dominación, sumisión y masoquismo-, la masturbación, el sexo oral, el anal, los juguetes eróticos, la bisexualidad, el poliamor… Hay tantos terrenos “pantanosos” hacia los que, ya sea por convicción propia o imposición social, mostramos un rechazo categórico.
Lo que no aceptamos en nosotras lo castigamos en los demás”, apunta Ana Sierra en Zen. Y es cierto. Pero también lo es el rechazo visceral y congénito que el ser humano muestra, por lo general, hacia lo desconocido. Aquello que se sale de nuestro esquema mental acabamos etiquetándolo y condenándolo como una forma de paliar nuestros propios miedos.
Desata tu mente y ata tus muñecas
Ata tus muñecas o las de tu partener si eso es lo que te va. O disfrázate, introduce juguetes eróticos en tus relaciones o propicia un escarceo lésbico si eso es lo que realmente quieres. En el sexo, los límites del placer -legal- ha de ponerlos tu deseo, no tu mente, tus prejuicios o tus temores. ¿Por qué nos cuesta tanto confesar -ya no digamos realizar- nuestras fantasías eróticas incluso cuando reina la confianza con nuestra pareja? ¿Por qué hay fronteras que no llegamos siquiera a nombrar? Toma las riendas de tu sexualidad. No juzgues ni te dejes juzgar. Disfruta y haz disfrutar. Probar nunca está de más pero, sobre todo, vive tu sexualidad en conciencia y plenitud.
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