Padres de ayer, abuelos de hoy

Podrás comulgar o no con sus ideas pero, inevitablemente, son tu referente directo -tanto para bien como para mal- en lo que a educación se refiere. Los recuerdas como amorosos pero estrictos progenitores y, sin embargo, fue ponerle en los brazos un bebé y la palabra “abuelos” los transformó hasta la médula. Ayudan a criar, son fuente de amor incondicional pero también se han convertido en encubridores de trastadas, aliados en fechorías y cómplices de todo tipo de deslices hasta el punto de que a veces miras a los abuelos de tus hijos a los ojos y te preguntas ¿quienes sois vosotros y qué habéis hecho con mis padres?

Echas la vista treinta años atrás y recuerdas la disciplina familiar de una forma muy distinta a lo que ahora percibes cada vez que los nietos se plantifican en su casa. A golpe de achuchones, besos babosillos y melosos “abueliiiiita” -incluyase aquí una caída de ojos que ablandaría hasta el corazón de Hulk- tus hijos han conquistado licencias que para ti, como hija, eran pura utopía.

Como madre asumo las reglas del juego. Los abuelos están en el mundo para mimar y malcriar -en el mejor sentido de la palabra, ¡cómo no!-. Pero como hija… como hija me siento ESTAFADA cada vez que oigo…

Dejala comer las pipas en el salón, que ya limpiaré después

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¿Cómo? Pipas y salón eran dos palabras que durante mi infancia era impensable que compartiesen frase si no era con un “ni de coña” de por medio. Y ¿ahora? Ahora la niña -léase aquí nieta- puede comer pipas, gusanitos, bocatas, gominolas y cualquier tipo de alimento susceptible de ser desmigajado hasta reducirlo a partículas microscópicas que se incrustan en la alfombra sin que la abuela diga “esta boca es mía”. Pero mamá, si cuando venían mis amigas a casa nos dabas a elegir entre merendar en el salón con una servilleta o comer el bocadillo en la terraza… ¡Un timo!

¿Qué quiere de comer la niña?

Lo que haya para todos, ¿o acaso a mí me alimentaban a la carta?. Dí tú que había platos que me gustaban más y yo sé, aunque ella no lo dijese, que los hacía con más frecuencia para satisfacerme. Pero de ahí a que haya que preparar un menú especial para las nenas hay un trecho. Total, “que le voy a poner pollo cocido y si no le gusta ya le hago unas croquetas”. Piiiiiiii. Error. Aquí se come lo que hay en el plato o nada, o ¿acaso no lo recuerdas, querida madre? Y ahí es cuando queda patente que el tiempo es absolutamente subjetivo: “Total, para un día que vienen” Un-día-que-vienen equivale a comer tres o cuatro veces a la semana en su casa… Definitivamente, la pirámide alimentaria ha debido dar un vuelco justo después de mi primer parto y yo sin enterarme. Las lentejas ya no parecen ser la única fuente de hierro posible, las zanahorias ya no son imprescindibles para no quedarme ciega y, por supuesto, ya hemos superado esa tirria de convertirme en Popeye a base de espinacas.

Orgía de galletas

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Si llega el apocalipsis zombie, por favor, que me pille en casa de mi madre, que tiene almacenada comida para años de carestía. Aceite, arroz, pasta, azúcar, salchichas y galletas ¿galletas? Sí, galletas de uno, dos, tres, cuatro, cinco… ¡seis! tipos distintos, para que las niñas varíen, que si no se aburren en el desayuno y, así, vamos probando hasta encontrar unas que les gusten. O mejor, que decidan en función del pie con el que hayan bajado hoy de la cama. ¡Hombre! ¿qué queréis que os diga? A mí, que soy de la generación en la que la caja del surtido Cuétara era como un tótem que solo se abría cuando venían las visitas, me duele. Me duele ver este orgía galletera que, además, se completa con un surtido gourmet de snacks -a una le gustan las Ruffles, a otra las Pringles, pero a veces prefieren gusanitos, pero ¡ojo! que sean marca Jojitos- y una caja multicolor de gominolas que yo no conocí hasta bien entrada la pubertad. Y esto me lleva a hablar de…

Comer por haber comido… no es mal de recibo

O por lo menos no parece serlo para las nietísimas. ¿Dónde quedó aquello de que no se puede comer nada antes de comer? ¿Acaso las chuches de ahora no engordan como las de antes? ¿ya no provocan caries? ¿Me quiere convencer la superabuela de que los “tentempiés” pre-comida no quitan el hambre? ¿que va a cenar igual a pesar de los churritos que se ha zampado media hora antes?

Tienes que tener más paciencia

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Como la niña del exorcista ante un crucifijo. Así me pongo yo cada vez que oigo eso de que “con los niños hay que tener paciencia”, que no es más que la forma políticamente correcta de decirme que yo carezco absolutamente de ella. Y es que, cumplidos los sesenta, al parecer mi madre ha trasmutado en el Santo Job y yo no me he dado cuenta. Y claro, con ella en estado zen permanente se hace más evidente que yo me paso la vida al borde del colapso.

No seas tan exigente

Todavía no han cortado el cordón umbilical y te aleccionan recordando que “los niños necesitan padres, no amigos” y tu te afanas en ello hasta que ¡zasca! a la primera de cambio mudan el discurso para reprocharte que eres muy exigente. ¿Sí? ¿Lo soy? ¡Ah! que ahora contar hasta tres es muy poco, que puedo prorrogar mis requerimientos hasta, como mínimo, diez avisos. ¡Ah! que ahora debo ser flexible con las tareas escolares, que pobrecitas las niñas, que con el tiempo que pasan en clase bastante tienen. ¡Ah! que ahora lo importante es aprobar, que no tienen que saberse las cosas al dedillo, que eso es de otra década. ¡Ah! que ahora ese “tonito” desafiante es algo de la edad, que cierre los ojos y haga como que no oigo. ¡Ah! que el cambio de siglo ha hecho que se evaporen todas aquellas máximas que mandaban en el hogar paterno. ¿Dónde está la máquina del tiempo, que vuelvo a los ochenta y me doy una infancia padre?

Por un día…

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Por un día, por un día, por un día… Por un día, yo habría podido hacer muchas cosas que no permitiste que hiciese y que, a la larga -todo hay que decirlo-, se demostraron como ideas terribles. Por eso te quiero con locura, agradezco la educación que me diste y aquí me tienes, con casi cuarenta y sin grandes traumas infantiles. Así que ahora no justifiques cada deseo de tus nietos, cada quiebro de nuestra espartana rutina en periodo escolar con un “… por un día”, porque un día tras otro hacen una semana, y cuatro semanas un mes y, “por un día” cogimos la cena en el McDonalds’ y aquí estamos, cuatro años después, con nuestro ineludible abono dominical.

Cinco minutos más

Lo de los “cinco minutos más” es evidente que nunca estuvo perfectamente definido en mi casa. Hace treinta años, cinco minutos eran más bien cuatro si de lo que se trataba era de prorrogar la hora de irse a la cama. Ahora, por el contrario, el tiempo se ha convertido en un chicle que se estira y se estira hasta casi medianoche. Y es que, con los años, mis padres parecen que han asumido que eso de dormir, en los niños, debe estar muy sobrevalorado. ¿Que no se acuestan a su hora pero madrugan como siempre? ¡Ya lidiarán sus padres mañana con el cansancio!

¡Qué aburrida eres!

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No, no puedes sacar los cojines del sofá y saltar sobre ellos. No, no puedes hacer pompas de jabón en el medio del salón. No, no puedes saltar sobre las camas con los zapatos puestos… de hecho, ¡no quiero que saltes sobre las camas de ninguna forma! -que para eso ya está tu madre y sus amigas-. Ser madre equivale a convertirte en una auténtica aguafiestas, pero es lo que hay. Así que es injusto que, además, tenga que ser el poli malo que arruine todos los planes. Mamá, si cuando yo tenía siete años los cojines de tu salón se cuidaban como si fuesen la sábana santa, no te extrañes ahora de que hiperventile cuando vea a mis hijas hacer guerras de almohadas con ellos -que por algo han sobrevivido treinta años- mientras tú aplaudes y las jaleas. Y sí soy una aburrida, igual que tú antes que yo, por mucho que ahora vayas de abuela molona.

Y, a pesar de todo, he de reconocer que disfruto. Disfruto y me apasiona ver a mis hijas con sus abuelos. Disfrutando las unas de los otros y los otros de las unas, con una complicidad que me enternece. Así que GRACIAS, gracias por cada chuche a escondidas, por cada comida a la carta, por los desayunos buffet, las pompas de jabón en la bañera y la intercesión en todos y cada uno de los conflictos.

María L. Fernández

Soy María Fernández. Mujer, madre, amante, amiga y periodista en permanente propiedad conmutativa. No sé vivir sin contar historias. Las mías, las tuyas, las de los demás. Nunca sabrás si voy o vengo, pero cuando te hablo ten la seguridad de que lo hago de forma honesta, porque no sé hacerlo de otra manera.

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9 comentarios

  1. Me ha encantado compañera! recuerdo lo del surtido cuétara como una fiesta jajaja

    1. Si es que está claro que el surtido cuétara marcó nuestra infancia…

  2. Suscribo 100%, me he sentido totalmente identificada, y sobre todo, comprendida…

    1. Si es que tenemos que hacer el club de las “madres del nieto”

  3. Jajaja la sábana santa!! Es perfectamente descriptivo. Qué recuerdos de infancia. Te aplaudo con las orejas, este post lo has bordado.

    1. Si es que nosotras, en nuestra faceta de madres de nietos, somos las grandísimas olvidadas! Besos guapetona

  4. Pues fíjate que mi madre es de la de “¿no habréis ido de vermut? que luego no comen!!”, hasta que es ella la que saca las oreo del bolso media hora antes de aparecer en el restaurante.. Grrrr!!! A veces sueño con ser abuela

    1. Ay! esas Oreo! Cuanto daño le hacen al buen entendimiento familiar. Para las abuelas, lo único que le quita el hambre a los niños es lo que no comen con ellas.

  5. Jajajajaja esos abuelos, ¡cómo cambian! Vuelven a ser niños de la mano de los nietos 🙂

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