En la era inmediatamente anterior a las redes sociales, el feminismo era cosa de unas pocas mujeres comprometidas e involucradas en instituciones, partidos políticos y asociaciones. El común de nosotras era comúnmente ajena a sus reivindicaciones pero sí beneficiaria de las mismas. Académicas, psicólogas, escritoras y políticas conformaban lo que se entendía por feminismo. A ellas ahora, teóricas históricas del movimiento, se les ha relegado al llamado “feminismo institucional”, que se nombra no pocas veces como sinónimo de feminismo rancio parapetado en la burocracia y únicamente interesado en justificar su propia existencia para rentabilizar sus subvenciones, en rellenar sus “cupos” de género y de incitar odio o al menos una constante sospecha sobre el hombre como género causante del patriarcado opresor de las mujeres.
Sin embargo ahora cualquiera con un teclado en la mano se siente “feminista” o por el contrario, legitimado para criticar el feminismo.
El movimiento se está tergiversando, subvirtiendo su propia esencia. La existencia de diferentes corrientes dentro de la tercera ola del feminismo, y dentro de ellas, la fuerza mediática de ciertas personas con un pensamiento que no pocos tachan de radical hace perder mucho tiempo en debates dentro del seno del propio feminismo a personas que están de acuerdo en lo básico, en los objetivos prioritarios del movimiento y en los fines que se persiguen. Y el drama es que el tiempo que se invierte en discutir cuestiones de forma o menores no se dedican en la construcción del futuro.
Recientemente hemos sido testigos de la última muestra de esta terrible tendencia con la polémica suscitada primero por el caso Weinstein y el hashtag #MeToo, y posteriormente, con la reacción desde el otro lado concretada por el Manifiesto firmado por un grupo de mediáticas mujeres procedentes del celuloide y la intelectualidad francesas.
Las mujeres del manifiesto defienden que para la libertad sexual es imprescindible “la libertad de importunar”. Efectivamente atacan que cierto sector del feminismo (volvemos al asunto de las diferentes corrientes) se ha erigido en “guardián de la moral”, tanto de los hombres como de las mujeres, para decidir qué prácticas de cortejo, qué posturas sexuales, qué tipo de ropa y qué tipo de conductas están permitidas para la buena feminista y el buen hombre “aliado” de la causa.
Sin embargo, aun estando de acuerdo en que todo tipo de moralina sobre la libertad sexual no deben tener encaje en el feminismo, también es cierto que hay que andarse con cuidado en qué se entiende por “libertad para importunar”. No es lo mismo decir un piropo y darse cuenta ante el desagrado de la mujer que no es bien recibido, que tocar un pecho sin que haya habido ningún acercamiento ni ninguna muestra previa de deseo por parte de la mujer. La libertad de importunar deberá ser proporcional a las señales emitidas por el sujeto pasivo de la acción. De esa forma, se puede provocar un malentendido, quizá una situación incómoda o desagradable, pero nunca una situación de abuso o acoso sexual. Bajo la libertad de importunar no debe caber nunca el abuso de poder ni debe ser contrario a la libertad sexual de la mujer.
En mi carnet de feminista pone que la libertad sexual es un derecho inherente a toda persona, hombre y mujer, como una suerte de frontera inquebrantable que nadie pueda sobrepasar en ninguna de sus facetas. No necesitamos educación moralista ni puritana que diga a los hombres lo que no pueden hacer en abstracto y que diga a las mujeres qué es lo que no deben tolerar o desear, de igual forma en abstracto. En sencillamente inútil. Necesitamos educación en ambos sentidos para saber lo que queremos en esta materia, ser contundentes al expresar nuestros deseos y nuestros rechazos, y exigir respeto por nuestras elecciones.
Sin embargo, me estoy alejando del objetivo de este post que no es otro que mostrar mi desesperación cuando veo que tantos cerebros documentos y dotados de enorme sentido común vuelcan sus enormes potencialidades, no en discutir los límites de la libertad de importunar de unos frente a la libertad sexual de otros (lo que es en sí mismo un fecundo campo de nuestra vida social en la que el feminismo tiene mucho que decir), sino en debates estériles y profundamente polarizados donde parece que solo cabe ser una feminazi radical que victimiza a las mujeres y odia a todos los hombres o una mujer liberada sexualmente, que critica el feminismo y se vanagloria de que la llaman “amiga de los hombres”. Como si ser amiga de los hombres fuese incompatible con ser feminista, como si ser hombre fuese incompatible con creer en el feminismo.
Me enerva los debates de este estilo porque se basan en extremos y argumentos maniqueos que solo consiguen desviar nuestra atención del verdadero foco de atención que es la lucha por la igualdad y debatir por los verdaderos problemas de nuestra sociedad, problemas de género que afectan tanto a hombres como mujeres, que nos hacen víctimas de roles caducos, prejuicios limitadores de nuestras potencialidades y clichés trasnochados, y en los peores casos, esos problemas son el caldo de cultivo en el que se construyen abusadores y víctimas basados en esquemas sociales históricos de poder y dominación. Si queremos acabar con esto, los debates han de ir dirigidos a buscar alternativas, proponer modelos y cambios, en definitiva, a construir. Quien se toma el feminismo en serio tiene que escoger ese camino. Cualquier otro, se diga desde la palestra que se diga, solo lleva al hundimiento de su propia esencia. Rescatemos el feminismo.
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